Era un poco tarde cuando Hugo decidió retirarse de la fiesta. Tenía que estar solo. No aguantaba más la bulla intensa de la discoteca. Quizá no era el momento de divertirse. Hace no más de un par de días que había terminado con su novio y no podía estar festejando nada. Era inútil. La felicidad no regresaba a él. Intentó matar el dolor tomando un par de cervezas, pero nada funcionaba. Así que decidió salir de ese antro. Se escapó de sus amigos, no se despidió, ni aviso que saldría. Eran no más de las dos de la mañana. Las calles miraflorinas siempre fueron acogedoras a altas horas de la noche. Te invitaban a mucho. Caminar era una de las tantas opciones.
Hugo se fue caminando lentamente con los brazos cruzados en dirección al malecón. La brisa del mar se volvía intensa con cada paso que daba. Afortunadamente no pasaba nadie por las calles. No había mucho ruido con excepción del romper de las olas a la distancia. Mientras caminaba pensaba en qué haría con su vida ahora que estaba soltero. Había terminado una relación de casi diez años. La vida se veía color gris para Hugo. No sabía qué hacer, ni cómo seguir adelante. Quizá si me pongo a estudiar algo podré estar tranqui’. Pensó. Sí, lo mejor va a ser que me ocupe estudiando para no pensar en ese huevón. Tengo que vencer esta tristeza de mierda.
Al cruzar la pista, Hugo sintió un fuerte golpe en la cadera izquierda. Sus ojos solo pudieron ver el cielo y luego la pista. Cayó intempestivamente y lo último que llegó a ver fue a un carro parado a su costado. La vista se le fue y solo quedó su conciencia. Escuchó el motor de carro encenderse y volver a arrancar. Lo dejaron solo. Hugo no sabía qué había pasado, y nunca lo supo. Al menos no en esta vida.
El ticher 