怠惰 (Taida)

Eran las once de la mañana cuando Adolfo decidió no decidir nada. En su vida nunca había tomado iniciativa para hacer algo, por eso es que esta le trajo tantos dilemas. Los problemas que se presentaban a menudo en la vida de Adolfo se achicaban a tal punto que él jamás sintió algún tipo de presión social, económica o de amor. Es por eso que ahora, siendo el único responsable de su madre, se veía en la obligación de mejorar sus decisiones de vida. Pero este pasado tan presente que viene cargando en los hombros como Atlas carga los cielos estaba a punto de pasarle factura.

Esa mañana sin decisiones, Adolfo tuvo que cumplir con su rutina. Entrar al cuarto de su madre, desnudarla, bajarla de su cama, ponerla en la silla de ruedas, llevarla al cuarto de baño, bañarla, secarla, volverla a vestir, llevarla a la sala, administrar bien las dosis de los sueros para que no se desnutra o deshidrate, regresarla a su cuarto, cargarla para que suba a su cama, luego de eso, cuidarla todo el día en caso le pasara algo. Adolfo era el encargado de hacer todo esto diariamente. Toda su familia había migrado a diferentes países del extranjero y, prácticamente, los habían abandonado en Perú.

Su hermana, Petra, se fue a hacer una maestría en Francia y nunca más volvieron a saber de ella. Su hermano, Francisco, cumplió su sueño de convertirse en una estrella de Hollywood y desde que lo logró, solo se enteraban de su vida por las noticias. Por último su padre, Rómulo, tuvo un viaje de negocios en China del cual nunca volvió. Es así como Adolfo termina solo a cargo de su madre, Frida, que estaba en estado vegetal desde ese maldito accidente vehicular que destruyó su familia.

La depresión fue un estado constante en el día a día de Adolfo desde que su familia fue abandonándolo poco a poco. Esta lo obligaba a no hacer nada. Los días pasaban y él solo quería estar echado en cama viendo alguna serie, o leyendo algún libro de la amplia biblioteca de su padre. A sus más de treinta años, Adolfo no sabía lo que era trabajar. Él vivía de la fortuna que su papá había amasado con la mina multimillonaria que había puesto por algún lugar de los andes peruanos. Adolfo era lo que la sociedad llamaría «un mantenido». No había estudiado carrera alguna. No tenía pasatiempos. No conocía ninguna parte del mundo porque viajar le parecía una actividad que requería demasiado esfuerzo. Nunca había hecho alguna actividad física en su vida. Lo único que le gustaba era ir los fines de semana al cementerio Presbitero Matías Maestro en Barrios Altos para ver las estatuas y envidiar a los muertos que permanecen en un cómodo ataúd por el resto de la eternidad.

Adolfo era un hombre guapo y de contextura envidiable ya que siempre le gustó comer comida sana. Muchas mujeres le rogaban para estar con él, pero Adolfo sabía muy bien que no servía para las relaciones porque estas requerían tiempo y dedicación; cosa que él no tenía pensado dar. Pero lo más seguro era que estas avezadas mujeres solo querían estar ahí por el dinero. Tanta era la PEREZA de Adolfo que ni ganas de tener sexo tenía. No había tenido un orgasmo en años; ya que masturbarse tampoco estaba en sus planes porque le consumía la poca energía que él tenía diariamente.

Los días pasaban y la rutina con su madre era la misma. Adolfo se sentía solo. Se la pasaba todo el día en cama. Solo se levantaba para cumplir con el cuidado diario de su madre, desayunar, y almorzar. A veces no cenaba porque la flojera lo invadía evitando que tenga energía alguna. Pasaba tantas horas en cama que incluso pensó que estar en estado vegetal, como su madre, era lo mejor que le podría pasar a él. No hacer nada todo el día —pensaba —. Que me bañen, me den de comer y me dejen en cama hasta el amanecer sin que me juzguen. Qué hermosa vida. El problema era que tampoco tenía el mínimo de ganas de aprender a manejar un carro para tener así la oportunidad de sufrir un accidente como el de su madre.

Un domingo, se despertó a las cuatro de la tarde un poco agitado. Adolfo se sentía confundido por el sueño tan real que tuvo. Soñó que caía a un pozo lleno de serpientes y estas lo mordían por todas partes. En el sueño, Adolfo se quejaba de dolor, pero no hacía el más mínimo esfuerzo para escapar de las culebras. También recordaba un olor nauseabundo como si estuviera dentro de alguna especie de desagüe.

–Carajo, mi mamá.

Al darse cuenta de la hora, Adolfo fue al cuarto de su madre para cumplir con la rutina que ejercía como condena. La flojera lo invadió y decidió dejar a su madre sin asear por ese día. Lo siniestro de esto fue que la pereza no tenía intenciones de irse. Pasó lo mismo el día siguiente, y el subsiguiente, y así pasó una semana. Cuando Adolfo no aguantaba más el olor de las heces y la orina de su madre, decidió limpiar todo para poder dejarla una semana más sin cuidados. Pero la suerte de Frida, su madre, no iba a mejorar porque la responsibilidad era mucho más débil que el deseo de no hacer nada que tanto carcomía el alma de Adolfo.

—Mierda, qué asco. Lo siento, ma’. No puedo.

Como en una de las peores pesadillas, Adolfo fue al garaje a buscar gasolina. Luego, fue a la cocina a buscar un encendedor. Fue al cuarto de su madre y en ningún momento dudó en la decisión que, aparentemente, había tomado concientemente. Bajó a su madre de la cama y la llevó al jardín. Afortunadamente, la riqueza de su padre lo había bendecido con una de esas mansiones amplias en las que los jardines son del tamaño de un parque. El sol brillaba fuertemente cuando Adolfo y su apestosa y descuidada madre salieron a su encuentro. Qué habrá pensado Frida en ese trayecto. Habría intentado huir, al menos eso era lo que cualquier humano haría por intentar sobrevivir. Pero el fin de Frida ya estaba dictado.

Adolfo dejó a su madre en medio del jardín, la roceó de gasolina y le prendió fuego sin tomarse la molestia de despedirse de ella. La abandonó igual que su familia lo abandonó a él. Se sentó a ver cómo el fuego se iba intensificando y su madre se iba volviendo ceniza. Adolfo no era Adolfo. Algo lo había obligado a hacer esto. Para empezar porque en cualquier día, hacer todo esto, le hubiera dado mucha pereza. Para terminar porque, luego de esto, va a tener que remodelar el jardín y explicar ante un juez lo que pasó y él mismo pensaba que no tendría las ganas suficientes para cumplir con todo eso. Cerró los ojos un rato y pudo escuchar un sonido familiar. Una macabra risa resonaba en sus oídos. Esta la había escuchado anteriormente en sus pesadillas en las cuales él era devorado por las serpientes. Al abrir sus ojos, vio una forma demoniaca sobre las llamas que consumían a su madre. Era un demonio de nariz ancha, barba larga y la boca abierta. Estaba completamente desnudo, sentado en un inodoro con incrustaciones de rubíes, diamantes, zafiro y muchas otras piedras preciosas. Este era su trono. Un inodoro. El demonio estaba defecando sobre su mamá. Alguna fuerza sobrenatural no permitía que Adolfo corriera o tuviera miedo. Solo veía al demonio dejando mojones sobre su madre en llamas.

—Gracias por ayudarme, Adolfo —dijo el demonio enseñando una dentadura destruida —. Eres un buen chico. Ahora seremos muy buenos amigos. Tu madre ahora está a mi lado. Le has hecho un gran favor.

El demonio se paró de su trono y le mostró el ano lleno de heces y serpientes iguales a las de su sueño. Adolfo quería gritar del miedo pero no podía.

—No tengas miedo. Soy tu amigo Belfegor y he venido a hacer tus sueños realidad, pero creo que ambos sabemos que no tienes sueños en esta vida, ¿verdad?

Belfegor siguió defecando sobre la carbonizada madre de Adolfo y soltó una risa tenebrosa que del solo escucharla quizás los mismos ángeles habrían huido en busca de Dios.

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