
—Cállate, mierda —amenazó Roberto al mismo tiempo que le tiraba un puñete en el estómago a esa pobre chica que había secuestrado hace unos instantes.
Eran las dos de la mañana de un caluroso sábado. Roberto iba manejando su carro con una mujer dentro de la maletera. El intrépido secuestrador aceleró por toda la Costa Verde en dirección a Barranco donde una jugosa cantidad de dinero le esperaba. La pobre mujer seguía gritando, pero nadie escuchaba. Su destino estaba marcado.
Unos minutos después de haber subido a Barranco, Roberto se metió por una de esas calles desoladas que tan temible aspecto le dan al distrito. Detuvo el coche y se limpió un poco el sudor de la frente. Apagó el motor y salió en busca del timbre de la casa número 606. Abrieron el portón de la cochera y Roberto metió el carro en esta sin apuro alguno. Al cerrarse la puerta, una mujer de cabello lacio y color oscuro, cuerpo envidiable y con la cara bien maquillada lo esperaba con una taza de café en la mano. Al parecer, era la dueña de la casa. Roberto apagó el carro y bajó de este.
—Aquí le traigo la que me pidió, seño’.
—No me digas seño’, Roberto. Llámame Inés como habíamos quedado.
—Bueno, Inés. Aquí le traigo a la chica.
Abrieron la maletera del carro e Inés hizo un gesto de desaprobación.
—Pasa por la sala a recoger los 10 000 soles.
—¿10 000 ? Pero si quedamos en que las gringas valían 20 000.
—Ella no es gringa. Es peruana pelo pintao’.
—Puta mare’, ¿cuando dijo gringas se refería a extranjeras?
—Claro. Recuerda: Peruanas 10 000, gringas americanas 20 000, europeas 30 000, asiáticas 40 000 y una africana (y la tienes que demostrar con documento y todo) vale 50 000.
—¿Por qué vale tanto una africana?
—Me gusta el color de su piel.
—Bueno, yo necesito más dinero porque, como usted sabe, nunca es suficiente. Usted me conoce ya varios años y sabe que siempre quise ser millonario. Por cierto, ¿qué hace con todas las chicas que le traigo? Ya van como 3 flaquitas que le doy; 4 con esta. Las prostituye, ¿verdad? —preguntaba Roberto bien interesado en lo que Inés le fuera a responder.
—Es mejor que no te enteres, Roberto. Sé que quieres ser millonario, y para eso estamos los amigos: para ayudar.
—El otro mes regreso con otro cuerpo.
***
Roberto había dormido todo el día. Al caer la noche de sábado, se levantó de la cama, tomó un vaso de agua para aliviar la sed y fue a meterse a la ducha. Mientras el agua corría por su piel, Roberto estaba pensando en cómo atraparía a su siguiente víctima. Tenía planeado ir a una discoteca, enamorar a la mujer más entrona y llevarla donde Inés. Conseguir la atención de las mujeres era algo demasiado fácil para Roberto; ya que él se cuidaba físicamente. Tenía un cuerpo de dios griego, la belleza de un actor de Hollywood, y la voz más sexy que alguien pudiera escuchar. Eso más el dinero que había estado acumulando los últimos 6 meses serían el perfecto anzuelo para atraer a la fémina más desprevenida. Al terminar de bañarse, se secó con una toalla roja, salió del baño y empezó a caminar sin ropa que lo tape por su casa. Se dirigió al gran espejo que tenía en su cuarto y se puso a admirar su hermoso cuerpo desnudo. Soy un gran hijo de puta —pensó. Se recostó en su cama no sin antes sacar un fajo de billetes de 100 dólares de la mesa de noche que estaba al costado de su cama. Lo olió como cuando un amante de los libros adquiere uno nuevo. Los billetes amontonados le producía un placer que superaba los orgasmos que sentía a diario al masturbarse. Desde niño, Roberto siempre amó el dinero. Hizo de todo para conseguirlo. Se protituyó, robó, mintió, ahorró, trabajó duro. Su misión era simple: ser la persona con la más grande fortuna en el mundo.
El plan para esa noche era el de siempre. Ir a una discoteca en algún barrio pituco, comprar una botella de güisqui y esperar pacientemente a que alguna pobre alma caiga en su red. Roberto empezó a alistarse. Zapatillas blancas, un pantalón vaquero, una camiseta blanca y una casaca de cuero fueron las prendas seleccionadas para lucir bien en lo que él tramaba esa noche. Salió de su casa, subió al carro, lo encendió y se fue en dirección a Miraflores. Eran las 11 de la noche y la luna llena le daba un aire tétrico a la ciudad.
***
Roberto cerró la maletera de su coche no sin antes darle un vistazo a la dopada mujer que casi doblada en dos yacía inerte.
La noche se humedecía y, eventualmente, el oscuro cielo limeño empezó a llorar. Caían las gotas reventando en el parabrisas mientras Roberto conducía hacia la casa de Inés. Si esto hubiera sido una realidad caricaturesca, los ojos de Roberto se hubieran transformado en símbolos de dólar. La AVARICIA que consumía su día a día lo había convertido en un desadaptado social que lo único que tenía en la cabeza eran las miles de formas con las que alguien podía hacer dinero rápidamente en esta vida. Roberto sintió que se había sacado la lotería. Por fin estaba llevando a una negra del mismísimo África. Solo hablaba Francés e Inglés y era una mujer muy guapa. Ya se podían oler esos 50 000 soles y el corazón de Roberto palpitaba descontroladamente.
Mientras Roberto disfrutaba manejando, Fito Paez cantaba a todo pulmón en la radio aseverando que nadie puede ni debe vivir sin amor. Roberto amaba esa canción y siempre la ponía en repetición porque le traía una nostalgia inexplicable; sobre todo cuando era noche de cacería de mujeres. La lluvia seguía cayendo y Roberto seguía acelerando. Al llegar a la casa de Inés, esta abrió la puerta del garaje y lo recibió. Al parecer, Inés estaba ocupada con alguna tarea. Se le veía sudorosa en el cuello y el borde de la frente, pero su rostro permanecía intacto debido al maquillaje que seguía perfectamente dibujado.
—¿Estás bien?
—Sí —dijo Inés —solo un poco atareada. Me trajeron un paquete humano antes que tú y, pues, estoy viendo eso.
—¿Te puedo ayudar?
Hubo un silencio incómodo que se prolongó por demasiados segundos.
—Está bien, pero tienes que guardar silencio o no saldrás de aquí con vida. Todo lo que veas y pase aquí, se queda en esta casa.
—¿Tan fuerte?
—No estoy bromeando, Roberto.
Ambos se miraron fijamente e hicieron un trato con la mirada. Ella se dirigió al fondo del garaje y abrió una puerta de hierro que parecía muy pesada. Inés entró y Roberto la siguió. Detrás de esta puerta, había una escalera que daba hacia el sótano. Las escaleras de cemento sin pulir hacían pesado el caminar. El sótano estaba bien iluminado por unos focos que parecían nuevos. Inés se dirigió hacia el fondo del gran sótano y cruzó unas cortinas blancas. Roberto avanzó lentamente y, al cruzar las blancas telas, vio una escena de terror. La imagen con la que Roberto se encontró era lo más sanguinario que haya visto en su vida. En una camilla de quirófano, un hombre de unos 23 años estaba muerto con la panza abierta y las tripas cuidadosamente puestas a su lado derecho. Robertó alzó la mirada y vio que Inés estaba acomodando unas bandejas que contenían, por separado, el hígado, los riñones y los pulmones.
—No te quedes ahí, ayuda.
—Qué mierda es esto, Inés. No me digas que has hecho lo mismo con las otras chicas que te he estado trayendo.
—Claro, vender órganos por la deep web es un negocio redondo.
Por un momento, la poca moral que le quedaba a Roberto se esfumó. Se puso a evaluar cuánto dinero más podría ganar si ayudara a Inés regularmente.
—Oye, te voy a pagar el doble por ayudarme con esto. Todavía falta ocuparnos de la supuesta africana que me has traído.
Al escuchar que recibiría el doble de dinero, Roberto se deshizo de todo juicio moral y ético para ayudar en lo que pudiera a Inés.
—Ok ¿pa’ qué soy bueno?
—Primero, tráeme a la africana con su respectivo documento.
Roberto salió en dirección al auto. Abrió la maletera y vio que la africana estaba inconsciente de todo el alcohol que Roberto le había invitado en la discoteca. Roberto se quitó la casaca de cuero que llevaba y la metió en la maletera junto a la hermosa mujer. Agarró a la africana en brazos y fue en ese momento que todo esfuerzo por amasar una fortuna millonaria a toda costa se le escapó como agua entre los dedos.
Un gran golpe vino de la puerta el garaje. Roberto volteo y vio a varios policías entrando y apuntándolo con armas.
—¡No te muevas, carajo! —gritó uno de los oficiales.
—¡’Ta ma’re! Inés no me va a poder pagar —pensó Roberto.