La garúa de la noche veraniega iba disminuyendo mientras que la luna se imponía prepotentemente ante el oscuro firmamento del cielo de Enero. Diego caminaba por la avenida Colmena. Esta estaba llena de prostitutas y malandrines que bien podrían ser clientes o proxenetas. Mientras Diego avanzaba por tan peculiar avenida, se acercaba más a un grupo de borrachos que compartían una botella de plástico que en algún momento pasado tuvo gaseosa pero que terminó cumpliendo la función de decantador de ron barato. Al llegar a la avenida Tacna, un policía de tránsito desganado le prestaba más atención a su celular que a los carros que, de forma agresiva, tocaban el claxon para que el distraído oficial los dejara pasar. Los antiguos edificios del centro de Lima le daban un aire sofisticado a la zona a pesar de los chifas con mal olor y los montones de basura que se acumulaban en las esquinas a esa hora de la noche. Diego seguía caminando y se percató que la garúa había terminado.
—¡Auxilio! —gritó una chica en la esquina a la que Diego se dirigía.
—¡Suelta, carajo! —dijo un aparente adolescente en un intento, un tanto torpe, de robarle la cartera a la indefensa mujer.
Diego siguió caminando pero con un poco de cautela. Estaba muy lejos para ayudarla y tampoco quiso acercarse porque tenía miedo que el ladrón tuviera un arma. Hoy en día el humano es capaz de matar por un pedazo de vidrio y plástico que tenga conexión a Internet o por unas cuantas monedas. Por suerte de la mujer, pasó el serenazgo motorizado y el ladrón no tuvo más remedio que huir no sin antes empujar a su víctima y hacer que se manche toda su ropa con el suelo mojado por la garúa que había cesado hace unos instantes. Diego pensó en ir a auxiliarla, pero un grupo de señoras se le adelantaron; a los segundos, la chica estaba rodeada de un montón de chismosos. Diego evitó el tumulto y siguió su camino en dirección al centro.
Faltando dos cuadras para llegar a la Plaza San Martín, conocida como el punto de encuentro de protestas de cualquier índole, Diego sacó una cajetilla de cigarros y se llevó uno a la boca, lo prendió con un encendedor que encontró en su bolsillo y siguió su camino.
—¿Me invitas uno? —le preguntó una anciana tirada en el suelo con un cartel en el cuello que tenía letras pintadas con los dedos que decía: “tengo cáncer y necesito operarme no tengo q comer y mi familia me ah avandonado. Tiene un pan?”
—Ahí dice que tienes cáncer —dijo Diego parándose frente a la vagabunda anciana.
—Tú y yo sabemos que esto es solo para la chamba y que lo que consigo es para comer. A la gente le da más pena una anciana pordiosera con cáncer que una anciana pordiosera sana.
—Aquí tiene su cigarro, entonces —dijo Diego dándole el que recién había prendido.
—Gracias, Diego. Espero que tengas muchos clientes hoy.
Diego le dio una media sonrisa a la anciana y siguió caminando. Justo antes de llegar a la plaza, un tipo de estatura baja, calvo y panzón se le acerca.
—Hey, Diego. Te estaba buscando en el parque. ¿Recién llegas? Solo encontré a José pero hoy no tenía ganas de ser pasivo.
—Sí, guapo, recién llego.
—Ah, caray. Seré el primer cliente, entonces.
—Eso parece.
“A trabajar se ha dicho”, pensó Diego desganado mientras la garúa volvía y las calles se seguían mojando y llenando de barro.