La vida fácil #1

Eran casi las diez de la noche cuando Edel terminó de vender su última fruna. Hacía frío y una ligera neblina empezaba a aparecer en la avenida Alfonso Ugarte. El niño había caminado por toda la vía vendiendo sus frunas. Vivía con el miedo constante de no terminar de vender lo que su padre le daba. Si no regresaba con dinero a su casa, su papá lo agarraba a golpes. Un día incluso le sacó sangre de un correazo muy fuerte que le cayó en la mejilla derecha. Pero eso no importaba. Él sabía que su padre no le pegaba por malo, sino porque lo amaba. A pesar que todo el día escuchaba de gente extraña frases como « ¿no tienes casa?», «deberías estar estudiando», «dile a tus padres que tú deberías estar en el colegio». Edel Nunca entendió por qué decían «padres» porque él nunca conoció a su mamá. Según su papá, ella murió cuando Edel nació. Pero esto nunca le afectó, quizá porque desde muy pequeño fue un trabajador empedernido. Orgulloso de vender golosinas. Empezó con Olé Olé, luego vendía caramelos de limón, un tiempo le gustaba vender tofis, últimamente, vendía frunas. Estas siempre se le terminaban. Todos los días regresaba a casa con treinta soles. Él sabía muy bien que si vendía todas sus frunas podría desayunar al menos dos panes.

La avenida se tornaba un poco fría por la neblina que seguía descendiendo. Edel caminaba en dirección al norte. La calle estaba llena de basura y suciedad; una pena para las casas tan hermosas y llenas de historias que se encontraban en el camino. Edel saltaba evitando pisar las rayas de la vereda. Era una misión importante; sino perdería el juego. Uno. Dos. Uno. Dos. Él aumentaba la velocidad para hacer el juego mucho más entretenido. Cuando llegó a la entrada principal del Hospital Loayza, se quitó la chompa que llevaba puesta. Tenía un poco de calor debido al juego que había dominado. Se amarró la chompa color rojo por la cintura y verificó que el dinero de las frunas no se haya caído de la bolsa que llevaba en su mano. El Hospital estaba cerrado, pero las luces deprimentes estaban prendidas en el lobby. La puerta principal era una reja enorme que siempre estaba sucia debido al esmog que se concentraba en esa avenida a diario. Las paredes del hospital eran de cemento gris también ensuciado por la contaminación. Era un lugar un tanto tenebroso. Lo bueno era que la zona estaba bien iluminada por postes de luz amarilla. Edel siguió caminando. Ver la entrada del hospital hizo que se olvidara del juego. Caminaba con su bolsa ausente de frunas en la mano derecha con todo el dinero que había ganado de las frunas dentro de esta. La cuadra del hospital era la más larga de la avenida. Parecía que no tenía final alguno; cosa que Edel disfrutaba porque así su juego duraba más. Aunque ahora ya no jugaba, solo caminaba pensando en los panes que comería al día siguiente en la mañana. 

— ¡Corre, cojuda! —escuchó Edel.

Levantó la mirada del suelo y vio que un par de chicas venían corriendo hacia él con dificultad debido a sus tacones. El miedo le entró al cuerpo. Se hizo a un costado protegiendo su bolsa con dinero. Sus panes asegurados para el desayuno. Retrocedió un poco cuando las chicas pasaron a su costado. Las dos mujeres vestían unas camisetas pequeñas que apenas cubrían sus senos y una falda casi del mismo tamaño ambas de colores completamente distintos y discordantes. La curiosidad pudo más y Edel volteó mientras reanudaba su camino. En menos de un segundo, su cabeza se encontró con el suelo. Había pisado un pasador suelto y se fue de narices. La bolsa cayó un poco más adelante que él y unas cuantas monedas salieron rodando. Edel se apresuró en levantarse y recoger las monedas. Mientras recogía el dinero que se había escapado gracias a su caída, pasó un carro de Serenazgo. Las luces azules que salían del techo del carro le cegaron la vista. Quienes habrán sido esas chicas. No entiendo por qué corrían. Por su culpa me caí ojalá que el dinero esté completo sino mi papi me va a tirar con la correa. 

Edel siguió con su camino y, finalmente, al terminar se sentó en una banca. Era muy temprano para regresar a casa. Si regresaba antes de la una de la mañana su padre le mandaba insultos y decía que era un vago que no se preocupaba por la casa. El viento sopló con fuerza por un par de segundos y la neblina se disipó un poco. Edel sintió un poco de frío y se puso la chompa. Ay, espero que mañana mi papi me mande a comprar el pan para poder comprar el que me gusta. El de yema es feo, muy dulce. Qué rico poder comer pan francés calientito. Quizá el panadero me regale mantequilla. Qué rico. Ah, tengo hambre. Mi panza está sonando. Qué aburrido tener que esperar hasta mañana. Me muero de hambre. Cuando sea grande, me compraré todos los panes que pueda; aunque no creo que sea buena idea porque el pan se pone como chicle al día siguiente y es difícil masticarlo. No, entonces, mejor, me compro diez panes diarios para comer durante el día. Eso suena mejor. Seguro hasta pueda comprar mantequilla siempre. Qué rico… panza, ya deja de sonar. Mejor dejo de pensar en comida. Me va a hacer daño. 

—Niño —escuchó Edel —. Oye, niño. ¿Tienes frunas?

—No, ya se me acabaron.

Edel volteó y vio que una señora estaba a su costado. Al parecer, tenía unos cuarenta años. La ropa apretada que llevaba hacía que sus piernas luzcan como dos patas de morito; flacas y medio chuecas. El polo rosado con aplicaciones de lentejuelas brillantes en forma de estrellas llamó la atención de Edel. La señora se sentó en la banca soltando un suspiro muy largo que mostraba todo el cansancio que experimentaba. El niño se arrimó para darle un poco de espacio. Quizá por cortesía, o quizá por precaución.

—Señora, ya le dije que no tengo frunas —dijo el niño un poco asustado mientras cautelosamente escondía la bolsa de dinero debajo de su chompa —. Ya las vendí todas.

—Lo sé, hijo. Solo estoy descansando.

—Usted no es mi mamá —manifestó Edel un poco curioso por el comentario —. No soy su hijo.

—Claro que no soy tu madre —dijo la señora entre risas —. Eso les digo a todos mis amigos.

—Señora, tampoco soy su amigo.

La señora lo examinó sorprendida por sus respuestas defensivas. Esbozó una sonrisa traviesa dejando al descubierto su dentadura imperfecta y amarillenta. 

—Bueno, me llamo Claudia, y ¿tú?

—Soy Edel.

—Un gusto, Edel —dijo Claudia sonriendo aún más haciendo que las arrugas de su rostro acentuaran más la edad que tenía —. Ahora ya somos amigos.

—Está bien —dijo Edel soltando una risa nerviosa.

—Edel, ¿mañana vas a estar por aquí?

—Claro, siempre trabajo en esta avenida en las noches porque hay mucha gente que me compra. Necesito vender todas mis frunas para poder desayunar rico —comentó pensando en los panes que iba a comer en la mañana si su padre se lo permitía.

—Ah, qué bueno. Entonces mañana me traes una fruna. Es más, te voy pagando por adelantado —Claudia busco en la pequeña cartera que llevaba y sacó una moneda de un sol —. ¿Esto para cuánto me alcanza?

—Para una fruna.

—Perfecto, mañana entonces nos vemos a esta hora aquí. No te hagas el vivo y te lleves mi sol, ah. Si no te voy a buscar y me voy a enojar. Me caes bien, Edel. No quiero que tengamos problemas.

—Sí, aquí estaré. Le voy a guardar su fruna.

Un carro pasó delante de ellos a paso lento. Era un taxi amarillo de esos antiguos que suenan feo cuando los usas mucho. El conductor vio a la señora con una mirada penetrante y amenazante. Edel sintió miedo y se aferró a la bolsa con el dinero de las frunas que había escondido debajo de su chompa roja.

—Bueno hijo, tengo que irme —dijo Claudia mientras se levantaba y se acomodaba el cabello grasoso que le caía por la espalda. Edel se distrajo de nuevo con las estrellas de lentejuelas que el polo rosado de Claudia tenía.

— ¿Es tu amigo? —preguntó el niño un tanto preocupado porque el hombre del taxi no le daba buena espina.

—Sí, algo así. Digamos que es un cliente. Así como los que te compran frunas.

—Ah, no sabía que también vendías cosas.

—Ya me tengo que ir, Edel. Cuídate.

—Está bien.

Claudia se acercó al vehículo muy despacio como si no quisiera llegar a este. Se asomó por la ventana del copiloto y conversó un rato con el conductor. Edel la veía con curiosidad. Claudia se reincorporó y volteó para despedirse, por última vez, del tierno niño de las frunas. Le hizo un gesto con la mano, abrió la puerta del copiloto y subió al carro. La carcocha arrancó ahora con velocidad normal y se perdió de vista en un par de minutos por la neblina que había vuelto a descender. Edel recordó las estrellas brillantes que estaban en la camiseta de Claudia. Qué chévere debe ser tener un amigo que te lleve a tu casa con su carro. Sería emocionante. Sobre todo si fuera un cliente y me comprara todas mis frunas. De hecho, me las compraría todas. Si tiene un carro debe tener mucho dinero para comprar todas las frunas del mundo, o, mejor aún, muchos panes en el desayuno. Ojalá tuviera un cliente así. Ya no tendría que caminar tanto para vender todo y mi papi no se molestaría tanto.

Edel terminó de descansar y dejó la banca en la que había conocido a Claudia. Metió la moneda de un sol que ella le dio por adelantado por la fruna que él iba a llevarle mañana. Cuando Edel cruzó la pista en dirección al Museo de la Cultura Peruana, vio a la chica que había pasado corriendo antes cerca a la puerta del hospital, estaba parada en una esquina fumando un cigarrillo al costado de un charco de orina. Sintió curiosidad. De repente ya había pasado el peligro que la hizo correr o quizá estuvo jugando con su amiga. Edel siguió caminando y vio la hora en el reloj de una tienda. Era ya la media noche. Tiempo de ir a casa.

->LEE LA SEGUNDA PARTE AQUÍ<-

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